Desde niña me aburría la monotonía. A mis tiernos 7 años, llegaba a la casa del colegio, dejaba la mochila sobre la cama o el sofá y ella me preguntaba – cómo te fue?
Encontraba una soberana lata contestar lo mismo todos los días – bien-. Así que después de cortar en seco la conversación diciendo que no soy adivina, que no tenía idea como me terminaría yendo en la prueba que daba ese día –obvio-, comenzaba a narrar lo que había ocurrido. Un día conté con detalles que habíamos ido a patinar en hielo a Cerrillos. Esperaba que hubiese resistencia a creer lo que decía, pero en vez de eso lo único que conseguí fue que me hiciera un chorro de preguntas que conteste con creatividad, pero con desgano.
Nooo… cómo es posible que me siguieran la corriente hasta ese punto. Me parecía tan absurdo…
Lo que en verdad lo fue es que muchos años después me veía forzada a inventar más historias… había descubierto tempranamente que mi tutora era adicta a la fantasía o sufría de intolerancia a la realidad.
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